En noviembre de 2020, Estados Unidos definía quién sería su próximo presidente y el mundo entero hablaba de eso. Bueno, no todo el mundo: desentendida de esa circunstancia política, Lana del Rey anunció que su séptimo disco se titularía Chemtrails Over the Country Club y que éste tendría un carácter folk.
Ahora, unos meses después, sin reparar en el tropezón de Joe Biden en las escalinatas de un avión ni en el devenir pandémico, la cantante estadounidense publica esa obra de modo sorpresivo y, como es habitual en ella, confirma su insularidad etérea pero en sintonía con el mundo.
Lana se ratifica como una gran cronista y compositora, que interpreta a todo desde su propio universo privado y no desde las páginas del algún Times que analiza al detalle la alternancia entre republicanos y demócratas.
Con el omnipotente Jack Antonoff como socio creativo (con el que ya había noqueado en Norman Fucking Rockwell, 2019), ella se deja arropar por instrumentación orgánica (piano y guitarras arpegiadas o afectadas por slide) para expresarse sobre el cartón pintado de la fama y lo que ha observado recorriendo su país a lo largo y a lo ancho.
Sobre la cultura celebrity se expresa de movida en White Dress, en la que exalta la inocencia que la atravesaba a sus 19, cuando era moza y cantaba en “conferencias de hombres del negocio musical”. Lo hace en el límite de su registro vocal, como si la vida en la cúpula la hubiera llevado a un extremo de vulnerabilidad impensable desde el llano.
Lana del Rey mantiene esa retórica en diferentes momentos, aunque ya sin el recurso de la voz quebrada.
Inmediatamente, en el tema que da el nombre al disco vuelve a anhelar una vida sin cortesanos en la que una misma se lave el pelo y la ropa, y se aplaste frente a la tele mientras ama a un X sin tantas vueltas.
Allí, además, le quita el plus de la extravagancia a la fama: “No estoy desquiciada ni infeliz/ sólo soy salvaje/ No estoy aburrida ni infeliz/ sigo siendo tan extraña y salvaje”.
Palabras más, palabras menos, la mujer enrolada como Elizabeth Woolridge Grant quiere dejar en claro que el intangible “onda” es algo intrínseco a la persona y no producto de las circunstancias que ésta pueda vivir en su desarrollo en ese negocio monitoreado por hombres.
En Dark But Just a Game la observancia sobre la vida glamorosa se vuelve más pesada, más sórdida, ya que desde otra interpretación de entraña advierte que “los mejores perdieron la cabeza”. Y ni hablar de Breaking Up Slowly, donde una estrofa cedida a Nikki Lane blanquea “no quiero terminar como Tammy Wynette”.
La referencia es para una legendaria cantante folk que surgió de la extrema pobreza, le cantó como nadie al divorcio y a las tensiones de la vida en pareja y, ya súper famosa, padeció desencuentros amorosos ásperos que minaron su salud.
Lana tampoco quiere terminar como Lady Di, a cuya muerte trágica alude de modo implícito en Wild at Heart, a su vez un homenaje explícito a David Lynch. Por el contrario, Lana quiere una vibración meridiana que le permita tirar paredes con Joni Mitchell (a quien versiona en el epílogo), bailar con Joan Báez y hablar por teléfono con Stevie Nicks, tal como lo confiesa en Dance Till We Die, lo más extrovertido del disco.
Quiere alinearse a estas mujeres bellas y fuertes que atravesaron vendavales con integridad. Quiere que la dejen amar como una mujer, tal como anunció en el adelanto Let Me Love You Like A Woman, una exuberante interpretación al piano mediante la que abjura de una “lluvia púrpura” y de “drogarse con champán rosado”, tal como se conoce a un éxtasis particularmente potente.
Como se dijo, también se impone el espíritu andariego de una artista que avisa que “No todos los que divagan están perdidos” (Not All Who Wander Are Lost).
“La cosa de estar en la carretera es que hay demasiado tiempo para pensar”, se le oye en ese tema para después adentrarse en el Estados Unidos profundo en Tulsa Jesus Freak, en la que hombres ultra religiosos tienen a mano una ginebra y latente un temperamento violento. Eso está expuesto en una balada aterciopelada y no en una pieza de música tradicional estadounidense, como indica el sentido común. Bien por Lana al desoírlo. Y por haber encontrado la suficiente autonomía en 10 años de discos intrigantes sobre el sueño/ pesadilla americano/ americana.